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A Josefina Manresa (71)
(Alcalá de Henares, 19 de noviembre de 1936)
Mi nena querida: Sigo en Alcalá de Henares, que se parece mucho a Orihuela. Hay columnas y conventos por todas partes y aquéllas me hacen recordar la columna del cuartel oriolano que no se borrará nunca de nuestro pensamiento. Si fuera de permiso, te llevaría una cajita de almendras en dulce –que aquí llaman garrapiñadas– que son de muy buen paladar. Estoy seguro de que te gustarán mucho. ¡Si pudiera conseguir el permiso! Me deben sesenta duros y en cuanto los cobre te enviaré para que hagas –te lo repito una vez más– el uso que quieras o que te sea preciso hacer del dinero. Todas mis noticias te las doy a lápiz, cosa que me gusta un poco menos que a ti. ¿Cuándo sabré de tu persona yo, Josefina? Siempre deseo saber tantas cosas de ti y nunca me llega ninguna. Maldito un millón de veces a quienes tienen la culpa de ello. Pero sin saber de ti me acuerdo más y esto te alegrará un poco. Tuyo ahora y a todas horas
MIGUEL
[Tarjeta postal]
MIGUEL, VIVIENTE, ETERNO AMIGO
(Centenario de Miguel Hernández)
Aún habitas aquí, tu sombra vuela
por la calle de Arriba hasta el colegio
y se sienta en un viejo pupitre de madera.
En el aula, perplejo, te contempla
un cura que parece jesuita.
¿Acaso no había muerto hace decenios,
muerto del todo, a fondo, por completo?,
se pregunta. La bruma del silencio
es la única respuesta que le llega.
Pero basta con recorrer
tus sitios habituales de Orihuela
para saber que sigues vivo,
a ratos en la tahona de Fenoll
charlando de poesía, es decir,
ganduleando, matando la mañana,
según el pensamiento severo de tu padre,
y otras veces con las ovejas,
las cabras y un cuaderno,
bebiéndote el paisaje colorido,
barroco de los campos de tu pueblo.
Y sigues entre olivos retorcidos,
que te han visto, Miguel, los andaluces,
andaluces de Jaén, altivos ellos,
picoteando aceitunas con los tordos,
y en Madrid, y en el tren,
viaje va y viaje viene, en pos del éxito,
cual péndulo que oscila
entre Ramón Sijé y Pablo Neruda,
y en tu pulcro trabajo
de mecanógrafo en la notaría,
y en el frente, Miguel, y en las trincheras,
bajo el odio infinito de las balas,
ávidas de tu carne y de tu gloria,
y en las prisiones y reformatorios
con que los vencedores pretendían
pulirte, acomodarte
a su gusto perverso. No pudieron
domarte, hacer de ti carrera,
transformarte en un hombre de provecho,
según sus sanguinarias, cazurras convicciones.
Por eso, entiéndelo, Miguel,
resulta razonable tu condena.
Porque nada se vuelve tan molesto
para el poder aquel, ganado a golpe
de tiros y de muertos,
que un hombre como tú, honrado, bueno,
que, encima, escribe versos.
Condenado a morir: el corazón
de tu amigo el vicario, Luís Almarcha,
se ablandó y conmutaron
(qué fieras tan benévolas, pensaste)
tu pena capital por treinta años de cárcel,
que tú, Miguel, de nuevo enfrentándote a ellos,
te negaste a cumplir. Al poco tiempo
tus pulmones se hundieron en el fango
de una tuberculosis galopante.
¿Te dejaste morir o te dejaron?
Miguel, viviente amigo,
¿sabes que cuando cojo una cebolla,
pienso en ti siempre y lloro antes de abrirla?
No lo puedo evitar,
las nanas a tu hijo me conmueven
de tal manera, que me tiembla el alma,
movida por un vértigo sublime.
No hace falta que parta a dentelladas
ni que mine la tierra para hallarte,
estás aquí conmigo ahora mismo,
mientras gozo leyendo
estos preciosos libros que me prestas.
Aunque yazcan tus huesos compartiendo
con los de Josefina el corto espacio
que cabe en vuestra tumba,
sigues estando aquí, con quienes admiramos
tu dignidad total hasta las últimas,
fatales consecuencias,
y tu desesperante ingenuidad,
¿por qué, Miguel, volviste a pasear
a cara descubierta
por las calles soleadas de Orihuela,
luego de haber perdido aquella guerra?
Mostrencos de cabello engominado
y pistolas cargadas, aguardaban
el regreso del pájaro a su nido.
Pero nadie, por mucho que lo intenten,
podrá matar la luz de tu poesía,
no pudo la crueldad de tus verdugos,
ni el hambre, ni las rejas,
ni el rencor fratricida de los fusilamientos,
al alba, en las cunetas.
Gracias por no morir, Miguel Hernández,
que no quiero encontrarte
jamás entre rastrojos de difuntos.
Quédate esta velada con nosotros,
también está Serrat con la guitarra.
Cuando comience a clarear el día,
cantaremos tus letras con su música.
¿Una copa, un café, qué te apetece?
Siéntate, ponte cómodo,
Miguel, viviente, eterno amigo,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(Esta poesía pertenece al próximo libro VERSOS URBANOS,
de CARLOS DE LAS HERAS)